martes, 2 de octubre de 2012

Una nécdota del 3º Encuentro Nacional de Dibujantes

Llegue a última hora, en los últimos minutos, a desarmar el panel que me tocó en la exposición. Habían pasado dos días intensos de charlas, debates, cervezas, risas, entre gentes que parecía con
ocer de toda la vida. Hablar y hablar, si Breccia, el viejo, es mejor que su hijo, si Trillo es el guionista más creativo de la historia, mientras transcurría un taller que mostraba los sueños de un tal Little Memo de un tal McCay. Sigo diciendo que desde que lo conocí le tengo un poco de sana envidia y porque no decir un odio visceral (envidia recalcitrante) por su capacidad artística. 


Así estaban planeadas las cosas mientras guardaba los trabajos en un sobre de dibujo. Allí dentro estaban tirados lápices B, grafos, gomas, y porquerías varias a las cuales sacaba para luego volverlas a su lugar. Miré de repente y aquel hombre estaba ahí, al costado mío, observándome calladamente. Seguí con mi apurada tarea, él siguió impávido allí enfrente. De repente me pareció que había dicho algo.
¿Cómo? – Dije - ¿Me pregunta si los trabajos están a la venta?
Yo no le dije nada – respondió, mientras seguía mirándome como si yo le debiera una respuesta.
Quiero que me dibuje. ¿Me puede dibujar o no? – Algo le había molestado. Quizá mi indiferencia. Pero confieso que no lo había visto.
Sí, claro…me espera dos minutos que termino esto. No hay problema, lo dibujo, si
Concluí rápidamente, no sabía si aquel hombre estuvo allí mucho tiempo o vino en ese preciso momento, si me estaba buscando desde hacía rato, en fin, cumplamos con lo prometido.
Salgamos afuera – le dije mientras agarraba los lápices y la tabla – está más lindo ahí (mientras apuntaba con el dedo hacia un gran patio)
Se sentó en una silla. Ubique la mía enfrente de él a un metro de distancia, más o menos, y comencé la tarea. Apenas lo miré para ver si la nariz era más larga que la boca o los ojos mantenían proporción con las orejas, yo que sé, la cuestión fue que la tristeza me arrasó. El paisaje de aquella humanidad era desoladora. Su camisa humilde recién planchada, la campera lavada limpia que dejaba ver los roces del tiempo, los lentes antiguos, las cejas tupidas y sus ojos…tristes. Tan tristes como toda la soledad junta.
Cuando alguien se sienta allí, enfrente, para ser caricaturizado, retratado, se establece una especie de conexión extraña. El tiempo se detiene, nada importa más que lograr que el papel diga algo más, que hable con su propia voz. Mientras lo dibujaba aquel hombre encogido se sonreía, volvía a ponerse serio, se acomodaba el cuello de la camisa, intentaba volver a la pose del comienzo. Como si lo incomodara ese otro que lo interpelaba con la mirada. Estaba llegando a la firma del papel, el autógrafo que le dicen. Terminé. Listo.
Aquí tiene – le dije, tratando de sacarme tanta soledad de encima – espero le guste.
Miró el dibujo durante unos instantes, sonrío, se volvió a poner serio. ¿Cuánto le debo?
Tomé el dinero, le estreché la mano e intenté escapar de una buena vez de la situación.
Sabe una cosa – mientras sostenía el dibujo con las dos manos y levantaba un poco la voz– nunca me habían hecho un dibujo así. Usted tiene un don en las manos. Este dibujo lo voy a llevar ahora a enmarcar, de acá me voy para ahí. Quiero tenerlo en un lugar importante, porque éste soy yo. Soy yo mismo. Muchísimas gracias, de corazón se lo digo.
No tiene porque, me alegro que le haya gustado, adiós amigazo…
Me agaché, abrí el sobre y tiré dentro los lápices con la intención que desaparecieran por un rato o para siempre. Constaté al llegar a casa que había perdido la goma en aquel patio, cosa rara, porque es una de las cosas que nunca olvido cuando hago el recontó de los materiales. Pero claro, aquella tristeza seguramente necesitó de una goma para hacer desaparecer tanta soledad.
Gust

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